jueves, 16 de septiembre de 2010

La mujer y yo - 8-


Ella, a la mañana temprano, al despertarse, me dice:
El hombre nuevo requiere un escritor como tú.

Tengo que tener paciencia, quise contestarle,
el mundo es mío pero en la página,
cuando trazo la diagonal de una mirada
de fuego infinito, tú, bien amada, estás aquí,
exactamente, donde te he colocado,
hermosa como nunca esperando mis besos,
el infierno, que es como decir
el fuego eterno de mis besos.

Cuando nos encontramos en el parque,
es difícil mirarte, sostenidamente,
o tocarte o tenerte o dejarte partir.

Tú no me dices nada pero yo lo escucho,
veo las palabras saliendo de tus labios:
Ve, escribe versos, ámame hasta el hartazgo
hasta el límite donde lo perverso
hiere nuestra vida con su goce fatal.

Hazme tuya en un verso prolongado,
sin mirada, sin carne, para siempre.

Ave de luz, dirás, ave de luz,
y yo apareceré,
sobre el papel en blanco
y te llamaré, animal,
para que puedas sobre mi cuerpo
con tus propias manos, amado,
escribir ese verso de amor
donde el poeta deja caer la pluma
para acariciar el cuerpo de la bella.

Y el poeta deja que se vuelen sus escritos
y deja que se escape su dinero
y todo lo bebe del cuerpo de la bella
y ella, antes de morir, dirá sus cosas:
Hoy moriré, tal vez, tragada por la bestia,
esa sed insaciable del amor del poeta
pero en este verso, estaré viva para siempre.
Al darme cuenta que sus razonamientos
eran muy impactantes y poco comerciales
pude decirle, amparándome en el pan:
Alguna cosa escribiré pero, después,
haremos el amor en plena libertad
y si alcanzamos, gozando, alguna cúspide,
con ternura, infinita, te leeré el poema.


Miguel Oscar Menassa
De "La mujer y yo", 2003

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