viernes, 11 de febrero de 2011

INTERRUPCIÓN PRIMERA


He tenido una idea. Intentando un currículum para mi próximo libro se me apareció una vida capaz de ser contada. Otra vez más una especie de literatura verdad. Ir contando cómo me fueron ocurriendo las cosas como si el poeta fuera otro.
Una especie de autobiografía en tercera persona o algo parecido. Todo al revés de cómo me enseñaron los grandes narradores. Me lo imagino cronológico y los cortes encomendados a la buena de la poesía, que otra vez me ayudará en esto que, por momentos, creo una empresa alocada.
Comenzaría diciendo: Yo soy Miguel Oscar Menassa, hijo de Raif, nieto de Naur y bisnieto de Alejandro, rey de reyes y, después, no sabría cómo seguir.
Nació el 19 de septiembre de 1940 y esto es comenzar de nuevo, a dos días de la primavera, pero eso no le sirvió de nada porque su hermana Norma había nacido dos años antes y, exactamente, el día de la primavera.
Su madre, Ángela, lo esperaba con tanta ansiedad que le puso, al verlo varón, el nombre de su propio hermano muerto. Raif, su padre, que recordaba de su pueblo una historia donde otro Miguel, hermoso muchacho, inteligente como nadie, murió muy joven una tarde, dicen, por envidia de la gente, le dijo al juez: usted le pone Miguel y, también, le pone Oscar.
A partir de ese día mi madre me llamó Miguel como su hermano muerto y mi padre me llamó Oscar, con la idea, que así no moriría como aquel otro Miguel de las historias. Mi vida pendía de un hilo. Cuando ella me llamaba, la muerte se abría desmesuradamente ante mí y yo, siempre, me sentía pequeño frente a esa inmensidad negra. Cuando mi padre me llamaba, la ausencia de la muerte en su llamado, me hacía ir a buscarla. Y así me la pasaba de la muerte a la muerte y recuerdo haber sido muy niño, como para poder intentar que fuera de otra manera. Haber sido varón me dio el privilegio de ser un niño esperado.
Desde ese privilegio y su culpa consecuente con sus hermanas, se podrán entender mejor las relaciones del poeta con las mujeres. Su hermana Elsa perdió el privilegio de ser la más grande y su hermana Norma dejó de ser la más pequeña y pasó a ser la del medio.
En mi casa cuando yo nací lo único bueno era ser varón, el resto contingencias de la vida que tenían que sobrellevarse como se pudiera.
Esas dos niñas rechazadas en el amor, por sus padres, tomarán venganza en el recién nacido, dejando en su pequeño cuerpo el estigma feroz, de que una mujer, en realidad, son dos mujeres y que una sola mujer, no existe, o es mamá.
En 1940, lo único importante fue nacer, el resto, siempre lo pienso, soy un niño raro, crecí como normal, nunca me contaron de mí en aquella época, ninguna catástrofe.
Nací cuando tuve que nacer, después crecí todo a su tiempo. Los dientes, el gateo, mis primeros pasos, mis primeras palabras. Lo único desmedido fue tomar el pecho hasta los quince meses. Yo mismo, cogía una silla pequeña y la arrastraba hasta donde estaba mi madre, me sentaba en la silla y le decía: Ven dame la teta, que hoy no te voy a morder.
Lo recuerdo como si fuera hoy, un churrasquito y la teta, un vasito de vino y la teta, una larga conversación con el padre, de por qué los niños tienen que crecer y eso es una mierda y la teta.
Una mañana, cerca de mediodía, me quedé sentado en el patio al sol y no arrastré la silla y no le dije nada a mi madre. Me puse a jugar pensativo con unas hojas secas de malvón.
Mi madre comenzó a llamarme desde la cocina: Miguelito, MigueLITO, MIGUELITO, después la vi venir caminando hacia mí con tres botones de la blusa desabrochados y la turgencia de sus pechos, amenazantes, clavados en mi boca. Con voz de tonta, asombrada, me dijo: El nene no quiere tomar la teta. ¿qué le pasa? ¿nene malo está enojado con la mamá buena? Yo la miraba desesperado, golpearla ya la había golpeado varias veces y no servía de nada. Se trataba de pronunciar una frase, decir alguna palabra que contuviera ese volcán.
Ella insistía, allí donde mujer y donde madre, varón por fin, a éste no se lo lleva nadie y desabrochaba con crueldad el cuarto botón de la blusa y por ese tajo se desprendían sus pechos de geranios, maduros de leche y de sonrisas y, ahora, daba otro paso más y con voz de tonta, asombrada por mi silencio: No me come más, mi nene, no me habla más, seguro que no me quiere más. A ver mi pijita dulce. Mi MACHO.
Termínala mamá.
Termínala vos, estúpido, ¿acaso no te gusta la teta?
Sí, me gusta pero...
Y entonces, por qué hace renegar a su madre ¿a ver qué es lo que su madre tendría que ponerse a hacer si usted deja de tomar la teta. Usted deja de tomar la teta y qué quiere, que me vuelva a acostar con el asqueroso de su padre?
¡Pero mamá!
Qué mamá, ni mamá, ya se lo dije varias veces. Usted toma la teta y es feliz. Yo le doy la teta y soy útil a la patria y mientras le sigo dando la teta, no me dejo tocar por el asqueroso de su padre.
A ver mi delicado bebé, mi jesucristo alado, mi perfume, a ver cómo toma la teta de mamá sin morderla.
De última le dije, mira vieja, perdóname, pero la teta no va más. A partir de hoy la teta le toca a papá. Yo ya hablé con el viejo y me dijo: si cuando seas grande, no quieres ser maricón, deja de tomar la teta.
No hijo, no me puedes hacer eso. A tu madre, a tu única madre.
Yo creo que papá tiene razón, que ya soy grande, que bien podría empezar a masturbarme en lugar de seguir tomando la teta.
Ángela era una mujer muy sensible, las últimas palabras del niño no llegó a escucharlas, se desmayó. En ese instante el niño aprendió que el colosal cuerpo de ella, el brutal y todopoderoso cuerpo de ella, se derretía con palabras. Este descubrimiento temprano, debemos decirlo, desvió definitivamente la vida del niño. A partir de ese momento jugar con las palabras sería su única locura.
Y su madre lo quería de ella y, él, fue de las palabras. Así se entretenía derritiendo cuerpos, deteniendo perfumes, construyendo castillos en el aire, destruyendo pirámides, asustando a su madre con las combinaciones, sorprendiendo a su padre con sus habilidades. Cuando volvió Raif, de trabajar, el niño le dijo que su madre se había desmayado oliendo los gladiolos.
Papá me alzó en brazos y me besó la frente y, después, me dio como un empujoncito en dirección a la cocina, tocándome el culo. Y me dijo, a ésta –mi madre- me la dejas a mí. Y se tiró sobre mi madre que todavía yacía desmayada, y comenzó a chuparle las tetas de una manera feroz. Y ella se despertó y gritaba, no quería, pero también le gustaba y me buscaba con la mirada como para pedirme perdón, porque le gustaba, y mi padre mientras tanto la inmovilizaba de los cabellos, y siguió chupando hasta secarla. Después comimos todos juntos en la mesa del comedor. Yo me sentía un hombre y mi madre, cada vez que yo la miraba, bajaba la cabeza.
En el almuerzo se llegó a decir: el nene es un hombre, el nene es un hombre y después a la tarde otra vez, creo que mamá, el nene es un hombre y claro a la noche lo soñé toda la noche, el nene es un hombre, el nene es un hombre y no sabía qué era, exactamente, lo que había pasado. Me desperté temprano y no dije nada. Me daba cuenca que esa noche había sido la última noche que dormía en la cama con mis padres, entre los dos, para que el asqueroso de mi padre, no tocara a mi madre. Me quedé con los ojos cerrados con la esperanza de escuchar alguna conversación entre ellos que guiara mis primeros pasos. El primero en hablar fue Raif. El nene no se despertó en toda la noche, ya es hora de que vaya a dormir con sus hermanas. Yo lo sabía, pero al escucharlo de boca de mi padre, sentí un dolor. Ella se puso como una fiera. Qué, acaso, no te gusta el niño. El niño me gusta, lo que no me gusta es que todavía duerma con nosotros. Bueno, si no querés dormir con el chico, vete a dormir con tus hijas. No, Ángela, contigo quiero dormir, y le dio un cachetazo y yo abrí los ojos sobresaltado y me puse a llorar. Entre las lágrimas vi un hilo de sangre corriendo entre su boca y su nariz y pensé que el horno no estaba para bollos y me fui a la cama de mis hermanas, que me recibieron con alegría, y mientras una me decía, mirá Miguelito lo que tengo, y yo me daba vuelta, la otra me pellizcaba el culo.
En sólo veinticuatro horas había pasado de la posición de hijo único a tener hermanas y sentía que en veinticuatro horas lo había perdido todo: la teta, la cama de mis padres.
Vivir sin ella era difícil. Atravesé una época de inapetencia y, a medida que crecía, me adelgazaba. Ella sabía y todos sabían, que no comer era la muda protesta de mi pequeño cuerpo, oponiéndose al mandato.
Después de follar como un beduino que era, mi padre, se fue tranquilizando y ella volvió entonces a las andanzas. Más joven que nunca, más moderna que siempre. En lugar de la teta me daba, la sopa, la carne, la papa, la leche, los caramelos, el agua, y en lugar de apretar su cuerpo contra el mío por las noches, me bañaba a cada rato y me metía los dedos en la nariz, en las orejas, en el culo, me daba enemas y me ponía supositorios por cualquier tontería y me tiraba la pielecita del pene, porque eso a los hombres les hacía bien, y me lavaba varias veces debajo de los huevos. Después me refrescaba con colonia, me peinaba, me daba cuatro o cinco besos, me decía que yo era el arcángel San Miguel, y que tuviera confianza que, a mí, me tocaba, derrotar al demonio. Se le hacía tarde para hacer la comida y se metía corriendo en el baño, se sentaba en el inodoro, me paraba a su lado, y yo, a veces, bajaba la vista para verla y ella me daba un cachetazo y se reía y decía como murmurando, asqueroso igual que el padre, y se tiraba un poco de agua fresca entre las piernas, me levantaba en vilo y me ponía sobre sus hombros y corriendo para la cocina gritaba: hoy tu padre nos va a matar, hoy nos mata.
Pero luego venía papá y no se daba cuenta de nada. Me veía limpio, encontraba la comida en la mesa. Además él era un hombre y un hombre no va por la vida pensando tonterías. Un hombre trabaja para mantener a su familia y para que sus hijos puedan labrarse un porvenir mejor que el suyo. Y la madre educa a los hijos hasta que vayan al colegio. Y ella les enseña las primeras cosas del bien y del mal y, así, todo el mundo debería ser feliz.
Mi padre era un idiota, un tipo de buen corazón. Ella le sonreía y él enseguida se ponía contento. Después se iban a dormir la siesta, él pensando en su madre y ella en mí. Lo reconozco, crecí impuro. Muchas noches cuando se movían y gritaban, él, mamita querida, y ella, hijo de mi amor, y se lo decía a él y no a mí, yo masturbaba frenéticamente a mis dos hermanas que se hacían las dormidas y a la mañana siguiente le contaban a mi madre sueños donde todo era goce infinito, frenesí y vértigo y al mismo tiempo, una paz, una paz infinita. Y entonces ella se reía y le decía a las chicas que ya una noche iría a soñar con ellas, porque eso que sentían soñando era lo mismo que papá le pedía cada vez que hacían el amor. Y se ponían a correr las tres por la casa, cantando: dónde está el picarón que a las chicas las hace soñar con el amor.
Yo al principio me escondía, pero ellas siempre me encontraban y me cantaban el cantito a los gritos y mis hermanas me pellizcaban el culo y ella me daba un besito en los huevitos y tomaba mi pequeño pene entre sus manos y se lo mostraba a las chicas y les decía: Cuántas mujeres nos vamos a coger con esta pijita, y se la daba a besar y ella misma la chupaba un poco y se reía y después entre las tres me bañaban. Y mientras me bañaban se mojaban la ropa y se la sacaban y nos quedábamos todos desnudos y yo quietecito en la bañera y ellas un rato me bañaban y un rato jugaban con el espejo y se tocaban el culo y Ella se agarraba las tetas y suspiraba y yo me llevaba desesperado mis manos entre las piernas y ella me veía y me gritaba pajero y mis hermanas me gritaban pajero, pajero y entre las tres me metían la cabeza debajo del agua y se reían, me imagino que por mi cara de desesperación. Cuando venía mi padre, yo estaba limpio y la comida estaba servida.
Una tarde antes de irse a dormir la siesta no sé por qué motivos dijo: hay que pedirle a Dios, Dios es bueno, a veces concede aquello que los hombres no pueden conceder. Por un tiempo creí en Dios ciegamente. Me la pasaba todo el día pidiéndole cosas. A ver, que llueva. A ver, que se mueran todos, que salga el sol, que mi padre gane la lotería. A ver, que se transforme esta pequeña lata, en música y no conseguí nada y me puse triste a punto de morirme, porque Dios no existía y vinieron a verme una multitud de médicos que no pudieron decir nada y vino, también, a verme María, la madre de mi madre, mujer de Antonio, y cuando entró en la pieza y me miró dijo enseguida: Este chico está triste. Los pensamientos que tiene son más grandes que él. Su cabeza está a punto de estallar, está a punto de morir como murió Miguel, tu hermano, con la cabeza destrozada.
¿Quién lo mató, mamá? Entre la meningitis y la medicina, hija. Me lo sacaron de mis brazos, cuando yo le había puesto una paloma en la cabeza, para que se llevara el mal y él empezaba a abrir los ojitos, vinieron los médicos con Elía, el vecino que es policía, y se lo llevaron al hospital y allí le abrieron la cabeza con unas tenazas y dejaron que se muriera poco a poco.
Terminó la frase con un chasquido fuerte de su lengua sobre el paladar. Y ahora vamos a hacer algo para que este Miguel no se nos muera y pidió una paloma. Palomas ya no hay más, respondió mi madre al borde del ataque histérico, murieron todas, la paz ya no existe. María era una maga, hizo salir a mi madre de la habitación y se sentó al lado de mi cama y comenzó a hablar: Un niño de dos años es muy pequeño para vivir bien entre los muertos y, además, la paloma, se sabe, es un símbolo de la mujer. Yo me sentaré, entonces, sobre tu cabeza, tú haces de cuenta que soy una paloma y te curarás. Pero, abuela, la paloma tiene que morir, para que yo me salve.
Viste, que estás mejor y sin decir más se acostó en mi cama y con una agilidad que le desconocía, levantó sus piernas y me preguntó si veía un agujero. Sí, le dije, es igual al que tiene mamá. Bueno si lo ves, trata de meter tu cabeza en ese agujero, con todas las fuerzas que te queden y no podrás entrar y a medida que te vayas dando cuenta de esa imposibilidad, te irás curando. Y en ese no poder irá volviendo la vida a tus entrañas. Al otro día me levanté mejor y pregunté qué había pasado, me dijeron: estuvieste muy enfermo a punto de morir. ¿Y María? pregunté con ansiedad. Pasó una cosa muy rara, ayer a la tarde, cuando tú nos pediste que te dejáramos sólo en la habitación y lo pediste con un hilo de voz, y después de escuchar unos ruidos rarísimos, te pusiste a gritar, ¡estoy otra vez con vida! ¡he resucitado! ¡he resucitado!, llamó el teléfono para avisarnos que la abuela María, había muerto. Qué raro, en el mismo momento que tú sentías haber resucitado, ella moría, seguramente, por cosas de alguna brujería. Vaya a saber qué demonios tienes ahora en el cuerpo.

Miguel Oscar Menassa
De "El oficio de morir, diario de un psicoanalista", 1983

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