jueves, 28 de agosto de 2014

Querida: A medida...


A medida que voy entendiendo lo que nos pasó. Lo que hice que pasara con mi vida en Madrid estos diez años pasados, me quiero morir, cada vez más y, sin embargo, sé que no lo haré y con el tiempo terminaré recordando con cariño y benevolencia a mis torturadores. Algún poema rendirá homenaje, también, al mal.
Ya verás, cuando termine de desnudarme, también saldrán
corriendo, pero esta vez impactados por mi pureza.
Nunca he sido tocado sino por mí mismo.
Cuando ella me besaba, en realidad besaba la imagen que yo proyectaba, amándome, sobre ella.
Siempre mentí, querida, siempre engañé, nunca dije, exactamente, una verdad, a nadie. Ni a mi madre, ni a Dios.
Y si ahora quieres que te diga la verdad te la digo:
He mentido siempre
Y no puedo ya sino mentir.
El no decir del todo. El decir a medias. Decirlo, pero
metafóricamente. Decir, diciendo otra cosa. Enredar, enrollar,
desrealizar, forma parte fundamental de mi estilo.
La palabra me había comido el corazón.
Llegué a ser una llanura infinita de sinsentidos.
Habían desaparecido las normas que mantenían unidas unas palabras a otras. La precisión dependía de imponderables. La belleza del azar.
Después, me encontré con un montón de cocodrilos y les dije, cómo era que se hacían los versos y los cocodrilos me dijeron que sí y se comieron todos los frutos que yo había conseguido reunir cerca de mí.
Después, pretendieron escribir y se hundieron, sin más, en sus remordimientos de cocodrilos.
¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo! y eso es lo que cantaré.
Se trataba de llevar la relación adelante a cualquier costo,
así me lo había dicho ella en la primera entrevista. Después fue duro explicarle que así no se podía vivir.
Alguien, de los dos, tendría que reconocer algún día que nos equivocamos mil veces y que no sería justo decir que hicimos las cosas bien. Aunque estemos contentos, aunque el hecho de haber sido derrotados nos haga mucha gracia, sería injusto decir que hicimos las cosas bien.
Yo soy el hombre que se comió la almeja envenenada con
radiación atómica. Escupo isótopos como piedras abrillantadas de locura, tengo en mi alma espinas asesinas, luces de ceguera. Soy el arrebato final de un envenenamiento masivo. El cristal más puro, la partícula más sangrienta.
Huyamos hacia el sur, me dijo una tarde con la boca helada y, todavía, antes de morir, huyamos hacia el infierno, mi amor.
Yo en estas ocasiones no le decía nada, después, por su insistencia, le cantaba al oído canciones orientales y le metía el dedo medio en la vida y mi cadencia la llevaba a los límites del amor y oriente medio reventaba en una guerra, tan importante y tan estúpida como todas las guerras.
Ella en penumbras vigilaba por el sonido todos mis movimientos.
Yo no sabía qué hacer: seguir escribiendo o morir en sus brazos y, por fin, le dije muy entusiasmado, por qué no estudiamos duelo y melancolía.
Ella no quiso aceptar, bajo ningún concepto, que yo me cortara las manos, delante de todo el mundo. Tus versos, me dijo, son como puñales de fuego y de locura.
Como puñales abiertos en mil cataratas de volcanes.
Puñales como enamorados dragones infinitos.
lenguas de fuego enloquecidas
contra la helada muerte, arrogante y quieta.
Tus versos.
puñales arrojados sin ninguna compasión
puñales de fuego,
contra la inmensa bestia, blanca y helada.

Miguel Oscar Menassa
De "Poemas y cartas a mi amante loca joven poeta psicoanalista"

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