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Yo, antes de conocerlo, me creía viviendo,
hasta llegué a decirle a mi madre que era feliz
y para él, todo lo mío era insuficiente.
Un día me llegó a decir que, si lo amaba,
que si gozaba con sus cosas, debía decírselo.
Una tarde, en el colmo de la crueldad,
me reprochó que nunca, nunca,
le había dedicado ningún poema.
Yo, esa tarde, lloré con desesperación
pero él estaba ensayando la crueldad
y me dijo:
Llorar, siempre has llorado para mí
pero nunca me dedicaste un poema.
Yo, ahí, tenía intención de matarlo
pero no tenía fuerzas para hacerlo
entonces le pedía que me pegara.
Él, esos días, ni me pegaba ni nada,
él esas tardes lo sabía, lo adivinaba,
esas tardes grises la asesina era yo.
Pero él era, verdaderamente, cruel,
su crueldad, amigas, no tenía límites:
Se quedaba, ahí, quieto, como muerto,
días, semanas, meses enteros, siglos y,
después, cuando ya nadie lo esperaba,
ni mis amigas, ni siquiera yo misma,
él, de golpe, nacía nuevamente al amor,
distraído en un beso, iluminado de caricias
y pasaba, entre nosotras, como una ráfaga
de incendio y velocidad y fuertes aullidos
como si amor y sexo estuvieran uniéndose
precisamente, amiga, en nuestros cuerpos.
Y cuando estábamos a punto de conocer,
de lo imposible, un rasgo inexistente,
él se quedaba ahí, quieto, como muerto.
Y yo llamaba a mis amigas para revivirlo
y, ahí, era donde su crueldad era infinita:
me obligaba con razonamientos absurdos
y, totalmente convencida por sus palabras,
terminé haciendo el amor con mis amigas
y ese goce me volvía, perfectamente, loca
y fue, también, por eso que no le vi más.
Comencé a leer sus versos en secreto
para que nadie viera tánto amor,
pero todo el mundo se daba cuenta:
cuando estaba a su lado
mi cuerpo se incendiaba,
cuando se alejaba de mi lado
mi pensamiento para alcanzarlo
se incendiaba y tocaba el dolor,
pero yo leía sus versos en secreto
para engañar al mundo entero
que era su cuerpo lo que amaba,
para que, él, no se enterara nunca de que,
yo, estaba enamorada de sus versos.