miércoles, 6 de marzo de 2013
Monólogo entre la vaca y el moribundo -XXI-
-Todo ha cambiado, vaca, han aparecido situaciones que me llevan a pensar de nuevo todo lo pensado. Desde hace unas semanas comenzó a surgir la posibilidad de que el psicoanalista venga a trabajar a la casa del poeta.
Con lo cual, la casa del poeta sería compartida en un alto porcentaje con la casa del psicoanalista.
La vaca, preocupada, consultó a todos los jefes del Cero y a los viejos amigos, y a todos les pareció una idea sensacional.
Sin prestar atención a las dudas de la vaca, estoy radiante de alegría. La huella comienza a ser trazada. La huella tiene que ver conmigo, es mi propio destino que hace la huella.
Han pasado apenas unos días y ya está todo cambiado, han aparecido las primeras flores y todo se transformó en la casa del psicoanalista, se consiguió el gas y la luz en apenas dos días y en la casa no habrá cama.
Desde que él ocupó la casa, todo progresa. Ya empiezan a aparecer verdaderos aliados del cambio, ayer mismo, sabiendo que a partir de ahora él será el dueño de la situación, me regalaron los accesorios del baño pequeño y un botiquín todo de espejos para el baño grande.
Que él fuera tan querido, me hizo pensar que como poeta soy un solitario, alguien que cree que se lo darán todo por sus ojos bonitos, por sus bonitos versos.
-Mhuhuhuhuhuhuhuhuhu, expresó la vaca con sentimiento.
Ayer vino el doctor Menassa y me dijo:
-Todo esto está sucio.
Y hoy, ya hay una muchacha limpiando el gran balcón, mientras escribo estas líneas. Me siento mirado por la mujer que barre sin pasión el balcón donde las flores han comenzado a mostrarse de manera valiente, es decir, primaveral.
Hoy no tengo frío, eso ha de dar sus frutos.
Lo que siento todo el tiempo, cómo se las arreglará con el dinero, si quiere hacerlo todo lujoso y para muchos años. Yo no sé de dónde este hombre saca el dinero, a veces, me lo imagino todo el día trabajando.
-Aquí estoy, dice el macho, vengo a poner el orden necesario para crecer, para que tus versos, miserable, alcancen todos los mares, todas las ciudades.
A mí, que soy el poeta, el miserable, me conmueve que alguien piense tan intensamente en mí.
Me halaga esa voluntad a favor de mis versos, pero de cualquier manera sigo pensando que puedo seguir escribiendo varios versos por día sin tanto lío de dinero y tanta represión de los halagos de la propia vida que, como sabemos, son muchos halagos, pero todos tienen que ver con el sexo.
Yo, de cualquier manera, acato los mandatos del jefe y el jefe es el psicoanalista, él es el que paga la experiencia.
Así que si él dice que la próxima década dirige él, yo no tengo nada que decir, pero junto a la vaca recordamos fases:
“El psicoanálisis, tarde o temprano, ha de recurrir a la poesía; para la poesía no fue necesario.”
De cualquier manera, no se trata de no escribir por diez años. El jefe es un razonador y no se le escaparía un detalle así.
Escribir, puedo escribir todo lo que quiera o pueda, el problema es que no tengo que tener ideas por diez años, durante este período que viene, él es el único que puede tener ideas.
La vaca me consuela diciéndome que él, también, será el único responsable de lo que pase estos diez años.
Yo me pregunto de dónde sacará tantas ideas para mantener en soledad un gran movimiento. Y él me responde, sin haberme escuchado, que no se trata de ningún movimiento, sino que se trata de una Escuela de Psicoanálisis.
Él se pone muy serio cuando dice esto último, pero yo me lo sigo imaginando en esa soledad y me pregunto sin entender ¿para qué? ¿por qué tanta soledad?
El doctor, mirándose las manos y luego mirándome a los ojos, me dijo:
-Primero, poeta, yo también soy escritor y si a un escritor le piden que ocupe la función de Director de una Escuela de Psicoanálisis, es sólo para que su estilo impregne los fenómenos de transmisión. Y para que el estilo que conllevo se ponga ahí, es absolutamente necesario que yo mismo cometa todos los errores y todos los hallazgos de la escenografía.
El tipo algo había pensado del asunto, así que preferí callar, al fin y al cabo, la vez que me sentí más halagado como poeta fue cuando la poeta Concepción Silva Belinzón dijo de mí: “Menassa escribe con palabras, no con ideas”. Así que no dije nada pero pensé que el jefe se equivocaba de comienzo con eso de las ideas, mas yo no era, precisamente, quien habría de oponerme a su mandato.
Pero no dije nada, él también era joven y tenía que ir haciendo su propia experiencia.
La vaca estaba en silencio profundo.
Yo me puse a escribir un poema.
Él sacó sus horarios de trabajo y me dijo:
-Completo poeta, hoy tengo el día completo, de la mañana a la noche produciendo bienes. La poesía es inefable –dejó caer, por las dudas yo hubiera pensado que era un boludo.
Al fin y al cabo, yo no sabía cómo decirlo, pero en verdad, me venía bien un jefe así. Alguien que creyera en algo, alguien que tuviera deseos de enseñarle algo a la humanidad o bien a una persona, a mí, por ejemplo; ese me gustaba como jefe y el doctor, como si me escuchara pensar, tenía la frase entre sus dientes:
-Después de mí, ningún poeta morirá de pobreza.
Y entonces yo me digo, por unos ideales tan grandes y magníficos, hasta podría dejar de escribir si fuera necesario.
Él repitió con entonación y fuerza:
-Después de mí, ningún poeta, usted tampoco, morirá de pobreza.
La vaca me abrazó con ternura contenida y yo me dejé estar y recordé grandes océanos donde todo era movimiento y el único deseo claro que tuve fue dejarme estar en los brazos de la vaca, mientras el doctor comenzaba su arduo día de trabajo.
Miguel Oscar Menassa
De “Monólogo entre la vaca y el moribundo”, 2001
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