Despedirme de la familia. Volver
a escribir, para volver a sentir que soy un hombre, por eso quiero escribir. No
un hombre atado a ninguna conciencia repleta de poder, sino, esta vez, un
hombre en libertad JA-JA-JA.
Con el tiempo tendré que
confesarlo todo. Soy un nuevo estilo y, eso, debe ser explicado por alguien;
quién mejor que yo, me pregunto, cuando todavía no sabría ni cómo comenzar.
A mi izquierda Shakespeare, a mi
derecha Camarón de la Isla, la confusión, a veces, quiere ser extrema. Un tango
en la radio me lo dice claramente: estoy en Madrid, la capital del reino y, al
mismo tiempo, la catedral del tango. El tango y yo somos una cosa seria; yo sé
que algunos se dan con cada cosa para poder escribir algunos versos, que me
avergüenza mi falta de modernidad cuando quiero decir que el tango, no sólo me
apasiona, sino que me sirve de droga; yo escucho un tango y, enseguidita, me
pongo a escribir. Cuanto más sentido el tango mejor escribo. El tango actúa
sobre mí, como una droga alucinógena. Por empezar se me calienta la sangre, veo
todo rojo, no caben en mí, en esos momentos, más que los colores de la pasión,
entre que todo se nubla, porque cuando escucho un tango siempre bordeo la
muerte, y las ganas que yo tengo de dejarme caer desde hace diez años, claro,
la realidad se transforma. Por ejemplo, para no insistir en esta historia. La
realidad, de golpe, cuando escucho tangos, tiene colores, los hombres y las
mujeres son hermosos y la elegancia me persigue hasta en los sueños. En
definitiva, lo digo, mi droga: EL TANGO, mi único amor la poesía. Después
también me gusta vivir la vida como los hombres normales, fumar, una que otra
vez emborracharme, hacer el amor con las mujeres. Soy un genio en todo.
Alrededor de quince mujeres, sin
contar a las que yo, propiamente, amo, cuidan que no se desgaste mi existencia.
A veces, claro, se producen tales encuentros, que se libera una cantidad tan
grande de energía, que se produce desgaste en lugar de cuidado. No quiero dar
ningún ejemplo aunque la realidad me tienta; siempre, un ejemplo a tiempo, me
digo, puede ahorrarle varios años a un montón de personas y enseguida, me digo,
también puede equivocar la vida de varias personas, haciéndoles perder mucho
tiempo; mejor no ejemplificar nada, sino simplemente diciendo que satisfacer a
casi 20 mujeres no es algo que dependa solamente del sexo, sino
fundamentalmente de la imaginación. No se deberá ser ni brutal, ni dogmático.
Si una hace bien el amor, eso no quiere decir que todas tienen, ahora que hacer
el amor. Si una de ellas goza escribiendo de manera repetida y continúa su
propio nombre o bien la primera letra de su nombre, esto no significa, ahora,
que tengamos que exigirle a todas las otras que se transformen en escritoras.
Nada de eso. No se trata de que un hombre esté de alguna u otra manera con 20
mujeres, sino que se trata de que un hombre al borde de varias modalidades
diferentes para hacer el amor, haga el amor con lo que de 20 mujeres goza, o es
capaz de gozar, y haciendo la cuenta total, no se llega a dos o tres mujeres.
Es decir, 20 mujeres se terminarán reuniendo en dos o tres conjuntos para el
goce, aunque sean mil, siempre serán las formas que las sociedades actuales
permiten, es decir, a lo sumo dos o tres. Si se trata de la pasión, ella es
ardiente o frígida (más veces frígida que ardiente) y, después, claro, hay
formas intermedias, mujeres normales o, bien, lesbianas decepcionadas. A las
ardientes se las obliga a ser inteligentes, sociales. A las frígidas se las
obliga a pasarse todo el día haciendo el amor. Al principio fracasarán y se
quejarán de no ser amadas lo suficiente. Se les mostrará en ese momento que el
grupo de las normales, se conforma con poder un poco de cada cosa. Se dan
cuenta entonces de que son dos exageradas.
A las normales, explicarles que ser normales en realidad
es ser mediocres. Ellas, ahora, no se pondrán de acuerdo casi nunca, todo lo
que le debería tocar a una de ellas es ambicionado por cada una de las otras, y
así sucesivamente. Todas envidian a todas. Ocupadas todo el día y gran parte de
la noche en eso, yo a veces, me encuentro por casualidad con algunas de ellas
(en tardes memorables hasta con dos) y, entonces, hacemos el amor.
Debido a las circunstancias
expuestas, queda claro que no tengo que hacer el amor tan seguido como podíamos
habernos imaginado al principio y es por eso, que cada vez que hago el amor con
algunas de ellas siempre soy genial. Erección prolongada en todos los casos,
juegos amorosos múltiples (por cantidad de fantasías acumuladas de tanto
pasearme entre ellas para llamarles la atención), semen en abundancia como si
hiciera veinte años que no hago el amor. Después, aún, aunque el encuentro sea
breve, me gusta besarles en la boca y hablarles de amor, esto último las
enloquece. Envidiosas y locas, nunca consiguen comportarse como a mí me
gustaría, y, claro, los encuentros son raros. Y, a decir verdad, fáciles de
sobrellevar.
Alguien en mí, me dicta siempre,
de una manera ilógica al contexto y al tiempo, lo que debo hacer. Nunca consigo
llevarme bien con nadie. Cuando todo el mundo va para arriba, yo voy para el
costado. Cuando todos caen, yo asciendo, como si elevarse fuera lo único
posible. Cuando todo el mundo se detiene, doy un paso más. Cuando todos corren,
me fumo, tranquilamente, un cigarrillo. A veces parece que lo hiciera todo a
propósito, pero quiero explicar que esas conductas se me imponen, con tal grado
de grandeza, que casi nunca puedo liberarme de ser esa diferencia. Esa soledad.
Cuando a nadie se le ocurre hacer
el amor, a mí se me ocurre. Cuando ella está a punto de morir porque hoy ya
nadie se dará cuenta de su deseo, yo le salvo la vida y casi sin darme cuenta y
ella tiene conmigo ahora el compromiso de recordarme con ternura y eso le hace
feliz. Cuando taponada por su propia moral y el mundo la condena a esa
parálisis. Yo soy el asesino que mata delante de sus ojos al demonio y con mi
pene en erección permanente, la llevo de la mano hacia la bondad. En el propio centro
de la bondad introduzco mi pene en su corazón, mezclo con desesperación y
alegría mi semen con su sangre y la increí-ble combinación, estalla, diamantes
y pólvoras enamoradas y la energía del amor librada a su propia arbitrariedad
la devuelve de nuevo al movimiento. Al lento caminar entre amapolas, o bien,
rodeada de rufianes que, enterados del milagro, quieren gozar su goce. Este
tipo de situación, más complejo que todos los anteriores, hace que la mujer no
sólo quede agradecida y me recuerde con ternura, sino que cree deberme la nueva
vida que tiene, con lo cual las cosas se complican hasta no saber dónde. A
partir del milagro, ya será difícil no encontrarme a cada instante con ella,
tratando de devolverme el favor y nunca lo conseguirá. Terminará reprochándome
que no le dejo devolverme el favor para tenerla sometida. Yo le explico que su
sometimiento me sale muy caro y ella, entonces, dice que no la amo, le recuerdo
entre besos y sonrisas que ayer estaba muerta. Me contesta que no sea
fanfarrón, que al fin y al cabo la que estaba preparada para no morir era ella,
que cualquier hombre hubiera podido lo que yo... El silencio es para
preguntarme en voz baja si su maldad es congénita o estoy otra vez metido, sin
saber, en uno de sus feroces juegos de amor. Intentaré saber de qué se trata,
la próxima grosería que me diga le pegaré. Ella se habría dado cuenta de algo,
ya que en lugar de hablar, se tiró al suelo y llorando se cogía de mis
pantalones y parecía que los rompería; frente al peligro que eso significaba me
los quité. Ella se abrazó a mis piernas con fuerza y me hizo caer de espaldas
al suelo, con algo de mala suerte, ya que di mi cabeza con el borde de la cama
haciéndome una pequeña herida. Mientras ella ahora, sin decir palabra, trataba
de comerme el pene, yo trataba de verificar con mi mano derecha el tamaño de la
herida y mientras comprobaba, se manchaban mis dedos de sangre fresca y yo me
limpiaba la sangre en sus espaldas y el culo hasta donde llegara mi mano; era
incómodo meterle el dedo en el culo, por lo tanto, me contentaba en ese momento
con pintarla de sangre y apretarle con furor, siempre contenido, porque soy un
caballero, sus nalgas.
A mí, hacer el amor me gustaba
más que discutir con ella, pero, sin embargo, insistí, y le dije: te gusta
hacer el amor conmigo y ella, que ese día estaba horrible, me contestó ¿con
vos? vete a la mierda y se dio media vuelta y se quedó dormida. Yo esperé media
hora y me la follé, como dios manda, por la vagina y ella, creyendo que era
sólo un sueño, gozó como una loca y mientras se corría, me dijo que me amaba. A
la mañana siguiente le dije que la noche anterior habíamos hecho el amor casi
dormidos y que ella había gozado mucho y que yo también, y ella me dijo que lo
único que me faltaba, que ya era lo último, que ahora, también la violaba,
aprovechándome de su sueño profundo. Después, nos fuimos los dos a trabajar, en
el trabajo a ella le dijeron que estaba luminosa y a mí, que estaba tranquilo.
A
la noche, cuando nos encontramos, le dije que éramos dos farsantes, que
teníamos engañados a todos creyendo que nos amábamos profundamente y ella,
anonadada, casi sin voz, me dijo, ¿y qué?, acaso no es cierto que me amas, y
enseguida agregó, para que yo no tuviera tiempo de contestar, o acaso que yo
muera de vez en cuando es suficiente para pensar que yo no te amo. Pensé ir
hasta la cocina a buscar un cuchillo y clavárselo en la panza, después me
detuve en los posibles gritos de dolor que ella pegaría y el escándalo que se
produciría entre el vecindario y estos pensamientos me convencieron de que
mejor era dejar la conversación para otro día. Encendí un cigarrillo y me serví
una copa de vino de Málaga. Ella entró en el baño e hizo ruidos como de estar
bañándose y lavándose la cabeza y poniéndose perfumes. Yo me fui desnudando
lentamente, mientras fumaba y saboreaba pequeños tragos de vino. Cuando ella
volvió a la habitación, lo hizo envuelta en una toalla de las grandes, pero a
pesar de todo, la tapaba solamente desde la mitad de sus pechos hasta unos
centímetros por debajo del coño, yo estaba esperándola totalmente desnudo, con
el cigarrillo apagado entre los labios y leyendo "Los crímenes del
amor" de Sade. De cualquier manera, ella estaba más excitante que yo. Cada
movimiento en cualquier dirección hacía que la toalla, moviéndose para un lado
o para otro, fuera dejando al descubierto para mi mirada, una vez el culo, otra
vez el vello pubiano, sus piernas fuertes y torneadas, cortadas a pique por la
toalla, se transformaban en dos puentes de luz. Te lavaste la cabeza, le
pregunté haciéndome el distraído, y también, el culo, me contestó ella, esta
vez con una sonrisa. ¿Qué lees? La manera de matarte sin que me declaren
culpable. Si serás hijo de puta, me dijo ella y se recostó, con suavidad a mi
lado.
¿Quieres
que te lea algunas páginas del libro? No, contestó ella, quiero que me leas un
poema tuyo. Eso no me lo esperaba y balbuceé un agradecimiento y me dispuse a
leerle un poema. Cogí uno de mis libros publicados y comencé a buscar el poema.
Ella, al ver lo que yo estaba haciendo, se levantó de un salto de la cama, dejó
caer la toalla que le tapaba la mitad del cuerpo y parada en el centro de la
habitación, con las tetas erguidas, el pecho palpitante, las piernas y los
labios apenas entreabiertos (parecía un ídolo de oro macizo), me dijo, cortante
y agresiva, no te pedí que me leyeras un poema publicado, te dije que me
leyeras un poema para mí, un poema especial, un poema que hable de mis
encantos, o bien, de tu gran amor por mí. ¡A ver! un poema para mí, algo que
puedas, además de poseerme, frente a mi cuerpo desnudo, todo para vos. Yo con
ella, a cada rato, me quería morir o la quería matar.
Tiré el libro en el cual estaba tratando de encontrar un poema y
la miré a los ojos, después fui bajando mi vista por el centro de su cuerpo, me
detuve largamente en su cuello, hasta que ella comenzó a temblar y se llevó
apresuradamente sus dos manos a su garganta y al borde de la desesperación me
gritó: te dije un poema, quiero un poema, un poema para mí.
Salté con mi vista a un punto medio equidistante entre sus dos
tetas. Y al principio no veía nada; comencé a girar mi cabeza de derecha a
izquierda hasta ver perfectamente entre dos montañas de arena, un valle de sal.
Te partiré en mil pedazos, le dije alucinado. Quiero que me leas un poema, ella
cada vez gritaba más fuerte, seguramente, hoy, terminarán viniendo los vecinos
para ver qué pasa. Un poema, gritaba, quiero que me recites un poema. Yo,
tratando de convencer al vecino de que no pasaba nada, de que simplemente ella,
a veces, sueña en voz alta y claro, parece que la están matando, pero no ocurre
nada, pensé furtivamente algunas frases (Te mataré, te haré añicos cuerpo de
arena y de sal. Tu hermosura me tiene encandilado. Tus tetas como dos soles que
me enceguecen para siempre. Tu voz, salvaje entre los soles. Canto de
aguasmarinas y topacios, sangrante murmullo lleno de porvenir. Tus piernas como
sables hundiéndose en el mundo, tus muslos como cántaros, tu sexo como agua, tu
sexo como agua, tu sexo como agua...). Ella, avergonzada ahora por lo del
vecino, me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no, que ahora estaba más
tranquilo, que estaba tratando de ver con todas mis fuerzas, de decirle el
poema que ella me pedía. Está bien, dijo ella mientras se volvía a recostar en
la cama a mi lado, eso del poema podemos dejarlo para mañana, pero me puedes
decir, ¿en qué estabas pensando? y yo le dije: Hubo una vez sobre la tierra un
hombre que no podía más y, sin embargo, ¡Eh, pero vos siempre hablando de vos
mismo! Amor, le dije apretándole el cuello con las dos manos y le besé la boca
entreabierta y dejé que mis manos perdieran la violencia contra su propio sexo.
Ella no hacía otra cosa que llorar, reírse, gritar, revolcarse (como si
revolcarse fuera un entretenimiento), pidiéndome entre contorsiones y suspiros
que no la deje sola, que la perdone, que la esclavice para siempre, que la
mate, que la quiera, aún un poco más, que la reviente.
En esos momentos, separo un poco su cuerpo de mi cuerpo y
enciendo un cigarrillo, para que ella no piense que lo único que yo quiero de
ella es garchármela. Le pregunto si quiere un vaso de agua y aparento estar muy
inquieto por no poder crear un poema sólo para su cuerpo.
Ella, en estos casos, queda como mimosa, con una excitación que
se muere, pero su "dignidad" le aconseja el camino del diálogo
tranquilizador. Te dije que no importa, que puede ser mañana. Yo hago como que
no la escucho y me voy acercando, lentamente, a la máquina de escribir.
De camino hacia la máquina, le acaricio los cabellos y apoyo
delicadamente, pero con firmeza, su cara contra mis genitales. Ella tiembla. Yo
enchufo la máquina y escribo lo siguiente:
Bienamada, esta noche, te
escribiré un poema
y eso, será el amor.
Verás cómo tu carne antaño silenciosa
canta más alto, aún, que tus propios sentidos.
Verás cómo mis huesos se parten en tus brazos,
cómo mi sangre vuela para calmar tu sed.
Verás, te lo aseguro, fuego por todos lados,
brasas ardientes, estrellas, luciérnagas feroces,
pequeños soles embrutecidos por el calor.
Verás, amor, mi bien amada, incendios fulgurantes,
cruces y pequeños caprichos pasajeros, arderán.
En un poema de amor, quiero decirte, verás todo el
infierno.
Cataratas de fuego purificado.
Torrentes de fuego, amplios y abiertos como la
pureza.
Como si toda la carne fuera nuestra y, todavía, más.
Seguramente, le dije, no te conformará del todo, y ella acurrucada: vení, mi
amor, dejá de tonterías, me estoy muriendo de frío. ¡Estoy helada!
Miguel Oscar Menassa
De "Poemas y cartas a mi amante loca joven poeta psicoanalista", 1987