lunes, 22 de octubre de 2012

Querida:



Despedirme de la familia. Volver a escribir, para volver a sentir que soy un hombre, por eso quiero escribir. No un hombre atado a ninguna conciencia repleta de poder, sino, esta vez, un hombre en libertad JA-JA-JA.

Con el tiempo tendré que confesarlo todo. Soy un nuevo estilo y, eso, debe ser explicado por alguien; quién mejor que yo, me pregunto, cuando todavía no sabría ni cómo comenzar.

A mi izquierda Shakespeare, a mi derecha Camarón de la Isla, la confusión, a veces, quiere ser extrema. Un tango en la radio me lo dice claramente: estoy en Madrid, la capital del reino y, al mismo tiempo, la catedral del tango. El tango y yo somos una cosa seria; yo sé que algunos se dan con cada cosa para poder escribir algunos versos, que me avergüenza mi falta de modernidad cuando quiero decir que el tango, no sólo me apasiona, sino que me sirve de droga; yo escucho un tango y, enseguidita, me pongo a escribir. Cuanto más sentido el tango mejor escribo. El tango actúa sobre mí, como una droga alucinógena. Por empezar se me calienta la sangre, veo todo rojo, no caben en mí, en esos momentos, más que los colores de la pasión, entre que todo se nubla, porque cuando escucho un tango siempre bordeo la muerte, y las ganas que yo tengo de dejarme caer desde hace diez años, claro, la realidad se transforma. Por ejemplo, para no insistir en esta historia. La realidad, de golpe, cuando escucho tangos, tiene colores, los hombres y las mujeres son hermosos y la elegancia me persigue hasta en los sueños. En definitiva, lo digo, mi droga: EL TANGO, mi único amor la poesía. Después también me gusta vivir la vida como los hombres normales, fumar, una que otra vez emborracharme, hacer el amor con las mujeres. Soy un genio en todo.

Alrededor de quince mujeres, sin contar a las que yo, propiamente, amo, cuidan que no se desgaste mi existencia. A veces, claro, se producen tales encuentros, que se libera una cantidad tan grande de energía, que se produce desgaste en lugar de cuidado. No quiero dar ningún ejemplo aunque la realidad me tienta; siempre, un ejemplo a tiempo, me digo, puede ahorrarle varios años a un montón de personas y enseguida, me digo, también puede equivocar la vida de varias personas, haciéndoles perder mucho tiempo; mejor no ejemplificar nada, sino simplemente diciendo que satisfacer a casi 20 mujeres no es algo que dependa solamente del sexo, sino fundamentalmente de la imaginación. No se deberá ser ni brutal, ni dogmático. Si una hace bien el amor, eso no quiere decir que todas tienen, ahora que hacer el amor. Si una de ellas goza escribiendo de manera repetida y continúa su propio nombre o bien la primera letra de su nombre, esto no significa, ahora, que tengamos que exigirle a todas las otras que se transformen en escritoras. Nada de eso. No se trata de que un hombre esté de alguna u otra manera con 20 mujeres, sino que se trata de que un hombre al borde de varias modalidades diferentes para hacer el amor, haga el amor con lo que de 20 mujeres goza, o es capaz de gozar, y haciendo la cuenta total, no se llega a dos o tres mujeres. Es decir, 20 mujeres se terminarán reuniendo en dos o tres conjuntos para el goce, aunque sean mil, siempre serán las formas que las sociedades actuales permiten, es decir, a lo sumo dos o tres. Si se trata de la pasión, ella es ardiente o frígida (más veces frígida que ardiente) y, después, claro, hay formas intermedias, mujeres normales o, bien, lesbianas decepcionadas. A las ardientes se las obliga a ser inteligentes, sociales. A las frígidas se las obliga a pasarse todo el día haciendo el amor. Al principio fracasarán y se quejarán de no ser amadas lo suficiente. Se les mostrará en ese momento que el grupo de las normales, se conforma con poder un poco de cada cosa. Se dan cuenta entonces de que son dos exageradas.

A las normales, explicarles que ser normales en realidad es ser mediocres. Ellas, ahora, no se pondrán de acuerdo casi nunca, todo lo que le debería tocar a una de ellas es ambicionado por cada una de las otras, y así sucesivamente. Todas envidian a todas. Ocupadas todo el día y gran parte de la noche en eso, yo a veces, me encuentro por casualidad con algunas de ellas (en tardes memorables hasta con dos) y, entonces, hacemos el amor.

Debido a las circunstancias expuestas, queda claro que no tengo que hacer el amor tan seguido como podíamos habernos imaginado al principio y es por eso, que cada vez que hago el amor con algunas de ellas siempre soy genial. Erección prolongada en todos los casos, juegos amorosos múltiples (por cantidad de fantasías acumuladas de tanto pasearme entre ellas para llamarles la atención), semen en abundancia como si hiciera veinte años que no hago el amor. Después, aún, aunque el encuentro sea breve, me gusta besarles en la boca y hablarles de amor, esto último las enloquece. Envidiosas y locas, nunca consiguen comportarse como a mí me gustaría, y, claro, los encuentros son raros. Y, a decir verdad, fáciles de sobrellevar.

Alguien en mí, me dicta siempre, de una manera ilógica al contexto y al tiempo, lo que debo hacer. Nunca consigo llevarme bien con nadie. Cuando todo el mundo va para arriba, yo voy para el costado. Cuando todos caen, yo asciendo, como si elevarse fuera lo único posible. Cuando todo el mundo se detiene, doy un paso más. Cuando todos corren, me fumo, tranquilamente, un cigarrillo. A veces parece que lo hiciera todo a propósito, pero quiero explicar que esas conductas se me imponen, con tal grado de grandeza, que casi nunca puedo liberarme de ser esa diferencia. Esa soledad.

Cuando a nadie se le ocurre hacer el amor, a mí se me ocurre. Cuando ella está a punto de morir porque hoy ya nadie se dará cuenta de su deseo, yo le salvo la vida y casi sin darme cuenta y ella tiene conmigo ahora el compromiso de recordarme con ternura y eso le hace feliz. Cuando taponada por su propia moral y el mundo la condena a esa parálisis. Yo soy el asesino que mata delante de sus ojos al demonio y con mi pene en erección permanente, la llevo de la mano hacia la bondad. En el propio centro de la bondad introduzco mi pene en su corazón, mezclo con desesperación y alegría mi semen con su sangre y la increí-ble combinación, estalla, diamantes y pólvoras enamoradas y la energía del amor librada a su propia arbitrariedad la devuelve de nuevo al movimiento. Al lento caminar entre amapolas, o bien, rodeada de rufianes que, enterados del milagro, quieren gozar su goce. Este tipo de situación, más complejo que todos los anteriores, hace que la mujer no sólo quede agradecida y me recuerde con ternura, sino que cree deberme la nueva vida que tiene, con lo cual las cosas se complican hasta no saber dónde. A partir del milagro, ya será difícil no encontrarme a cada instante con ella, tratando de devolverme el favor y nunca lo conseguirá. Terminará reprochándome que no le dejo devolverme el favor para tenerla sometida. Yo le explico que su sometimiento me sale muy caro y ella, entonces, dice que no la amo, le recuerdo entre besos y sonrisas que ayer estaba muerta. Me contesta que no sea fanfarrón, que al fin y al cabo la que estaba preparada para no morir era ella, que cualquier hombre hubiera podido lo que yo... El silencio es para preguntarme en voz baja si su maldad es congénita o estoy otra vez metido, sin saber, en uno de sus feroces juegos de amor. Intentaré saber de qué se trata, la próxima grosería que me diga le pegaré. Ella se habría dado cuenta de algo, ya que en lugar de hablar, se tiró al suelo y llorando se cogía de mis pantalones y parecía que los rompería; frente al peligro que eso significaba me los quité. Ella se abrazó a mis piernas con fuerza y me hizo caer de espaldas al suelo, con algo de mala suerte, ya que di mi cabeza con el borde de la cama haciéndome una pequeña herida. Mientras ella ahora, sin decir palabra, trataba de comerme el pene, yo trataba de verificar con mi mano derecha el tamaño de la herida y mientras comprobaba, se manchaban mis dedos de sangre fresca y yo me limpiaba la sangre en sus espaldas y el culo hasta donde llegara mi mano; era incómodo meterle el dedo en el culo, por lo tanto, me contentaba en ese momento con pintarla de sangre y apretarle con furor, siempre contenido, porque soy un caballero, sus nalgas.

A mí, hacer el amor me gustaba más que discutir con ella, pero, sin embargo, insistí, y le dije: te gusta hacer el amor conmigo y ella, que ese día estaba horrible, me contestó ¿con vos? vete a la mierda y se dio media vuelta y se quedó dormida. Yo esperé media hora y me la follé, como dios manda, por la vagina y ella, creyendo que era sólo un sueño, gozó como una loca y mientras se corría, me dijo que me amaba. A la mañana siguiente le dije que la noche anterior habíamos hecho el amor casi dormidos y que ella había gozado mucho y que yo también, y ella me dijo que lo único que me faltaba, que ya era lo último, que ahora, también la violaba, aprovechándome de su sueño profundo. Después, nos fuimos los dos a trabajar, en el trabajo a ella le dijeron que estaba luminosa y a mí, que estaba tranquilo.

A la noche, cuando nos encontramos, le dije que éramos dos farsantes, que teníamos engañados a todos creyendo que nos amábamos profundamente y ella, anonadada, casi sin voz, me dijo, ¿y qué?, acaso no es cierto que me amas, y enseguida agregó, para que yo no tuviera tiempo de contestar, o acaso que yo muera de vez en cuando es suficiente para pensar que yo no te amo. Pensé ir hasta la cocina a buscar un cuchillo y clavárselo en la panza, después me detuve en los posibles gritos de dolor que ella pegaría y el escándalo que se produciría entre el vecindario y estos pensamientos me convencieron de que mejor era dejar la conversación para otro día. Encendí un cigarrillo y me serví una copa de vino de Málaga. Ella entró en el baño e hizo ruidos como de estar bañándose y lavándose la cabeza y poniéndose perfumes. Yo me fui desnudando lentamente, mientras fumaba y saboreaba pequeños tragos de vino. Cuando ella volvió a la habitación, lo hizo envuelta en una toalla de las grandes, pero a pesar de todo, la tapaba solamente desde la mitad de sus pechos hasta unos centímetros por debajo del coño, yo estaba esperándola totalmente desnudo, con el cigarrillo apagado entre los labios y leyendo "Los crímenes del amor" de Sade. De cualquier manera, ella estaba más excitante que yo. Cada movimiento en cualquier dirección hacía que la toalla, moviéndose para un lado o para otro, fuera dejando al descubierto para mi mirada, una vez el culo, otra vez el vello pubiano, sus piernas fuertes y torneadas, cortadas a pique por la toalla, se transformaban en dos puentes de luz. Te lavaste la cabeza, le pregunté haciéndome el distraído, y también, el culo, me contestó ella, esta vez con una sonrisa. ¿Qué lees? La manera de matarte sin que me declaren culpable. Si serás hijo de puta, me dijo ella y se recostó, con suavidad a mi lado.

¿Quieres que te lea algunas páginas del libro? No, contestó ella, quiero que me leas un poema tuyo. Eso no me lo esperaba y balbuceé un agradecimiento y me dispuse a leerle un poema. Cogí uno de mis libros publicados y comencé a buscar el poema. Ella, al ver lo que yo estaba haciendo, se levantó de un salto de la cama, dejó caer la toalla que le tapaba la mitad del cuerpo y parada en el centro de la habitación, con las tetas erguidas, el pecho palpitante, las piernas y los labios apenas entreabiertos (parecía un ídolo de oro macizo), me dijo, cortante y agresiva, no te pedí que me leyeras un poema publicado, te dije que me leyeras un poema para mí, un poema especial, un poema que hable de mis encantos, o bien, de tu gran amor por mí. ¡A ver! un poema para mí, algo que puedas, además de poseerme, frente a mi cuerpo desnudo, todo para vos. Yo con ella, a cada rato, me quería morir o la quería matar.
Tiré el libro en el cual estaba tratando de encontrar un poema y la miré a los ojos, después fui bajando mi vista por el centro de su cuerpo, me detuve largamente en su cuello, hasta que ella comenzó a temblar y se llevó apresuradamente sus dos manos a su garganta y al borde de la desesperación me gritó: te dije un poema, quiero un poema, un poema para mí.
Salté con mi vista a un punto medio equidistante entre sus dos tetas. Y al principio no veía nada; comencé a girar mi cabeza de derecha a izquierda hasta ver perfectamente entre dos montañas de arena, un valle de sal. Te partiré en mil pedazos, le dije alucinado. Quiero que me leas un poema, ella cada vez gritaba más fuerte, seguramente, hoy, terminarán viniendo los vecinos para ver qué pasa. Un poema, gritaba, quiero que me recites un poema. Yo, tratando de convencer al vecino de que no pasaba nada, de que simplemente ella, a veces, sueña en voz alta y claro, parece que la están matando, pero no ocurre nada, pensé furtivamente algunas frases (Te mataré, te haré añicos cuerpo de arena y de sal. Tu hermosura me tiene encandilado. Tus tetas como dos soles que me enceguecen para siempre. Tu voz, salvaje entre los soles. Canto de aguasmarinas y topacios, sangrante murmullo lleno de porvenir. Tus piernas como sables hundiéndose en el mundo, tus muslos como cántaros, tu sexo como agua, tu sexo como agua, tu sexo como agua...). Ella, avergonzada ahora por lo del vecino, me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no, que ahora estaba más tranquilo, que estaba tratando de ver con todas mis fuerzas, de decirle el poema que ella me pedía. Está bien, dijo ella mientras se volvía a recostar en la cama a mi lado, eso del poema podemos dejarlo para mañana, pero me puedes decir, ¿en qué estabas pensando? y yo le dije: Hubo una vez sobre la tierra un hombre que no podía más y, sin embargo, ¡Eh, pero vos siempre hablando de vos mismo! Amor, le dije apretándole el cuello con las dos manos y le besé la boca entreabierta y dejé que mis manos perdieran la violencia contra su propio sexo. Ella no hacía otra cosa que llorar, reírse, gritar, revolcarse (como si revolcarse fuera un entretenimiento), pidiéndome entre contorsiones y suspiros que no la deje sola, que la perdone, que la esclavice para siempre, que la mate, que la quiera, aún un poco más, que la reviente.
En esos momentos, separo un poco su cuerpo de mi cuerpo y enciendo un cigarrillo, para que ella no piense que lo único que yo quiero de ella es garchármela. Le pregunto si quiere un vaso de agua y aparento estar muy inquieto por no poder crear un poema sólo para su cuerpo.

Ella, en estos casos, queda como mimosa, con una excitación que se muere, pero su "dignidad" le aconseja el camino del diálogo tranquilizador. Te dije que no importa, que puede ser mañana. Yo hago como que no la escucho y me voy acercando, lentamente, a la máquina de escribir.

De camino hacia la máquina, le acaricio los cabellos y apoyo delicadamente, pero con firmeza, su cara contra mis genitales. Ella tiembla. Yo enchufo la máquina y escribo lo siguiente:

Bienamada, esta noche, te escribiré un poema
y eso, será el amor.
Verás cómo tu carne antaño silenciosa
canta más alto, aún, que tus propios sentidos.
Verás cómo mis huesos se parten en tus brazos,
cómo mi sangre vuela para calmar tu sed.
Verás, te lo aseguro, fuego por todos lados, 
brasas ardientes, estrellas, luciérnagas feroces, 
pequeños soles embrutecidos por el calor. 
Verás, amor, mi bien amada, incendios fulgurantes, 
cruces y pequeños caprichos pasajeros, arderán.
En un poema de amor, quiero decirte, verás todo el
infierno.
Cataratas de fuego purificado.
Torrentes de fuego, amplios y abiertos como la
pureza.
Como si toda la carne fuera nuestra y, todavía, más.

Seguramente, le dije, no te conformará del todo, y ella acurrucada: vení, mi amor, dejá de tonterías, me estoy muriendo de frío. ¡Estoy helada!

Miguel Oscar Menassa
De "Poemas y cartas a mi amante loca joven poeta psicoanalista", 1987

No hay comentarios:

Publicar un comentario