Estoy a un metro del mar, sentado en una reposera del hotel, en la playa privada. Esta mañana, precisamente, es tan privada que soy el único hombre semidesnudo frente al mar, a un metro de distancia.
Me meto hasta las rodillas en el mar y ahí me mojo con alegría la cara, los brazos, meto mi cabeza en el agua como un animalito, hasta que una pequeña ola me recuerda los grandes momentos marítimos a tu lado, tal cual dos compañeros y me enternece escribirte una carta casi metido en el mar donde tú no estás.
Hoy quiero liberarte de la responsabilidad por mi trabajo.
No fue que trabajé como una bestia para que vos pudieras vivir como una reina. Fue que trabajé como una bestia para poder soportar que fueras una reina y vivieras conmigo.
Algunos, algunas podrán decir: una pequeña reina de su propio corazón, una reina sin reino dirán otros pero frente a la poesía siempre te comportaste como una verdadera reina del mar.
Fuiste capaz de acallar el sonido de las olas para que yo escribiera ese silencio.
Después, también, tantas veces fuimos esos dos estúpidos haciendo compras en el supermercado creyendo que el problema de la humanidad era el precio de las alcachofas o el precio al consumidor del tomate de las granjas de cercanías o los putos o los negros o la crueldad con la que nos había tratado la vida haciendo de nosotros dos exiliados, dos extranjeros a todo, también a nosotros.
Sin embargo, hundimos con pasión arrebatada nuestras manos en las entrañas de la vida y algún jirón le hemos arrancado, algo de vida hubo para nosotros.
También hubo muerte y humillación, dolor y enfermedad y tuvimos que comprobar el horror de la traición por un pedazo de pan y algunos de nosotros se tuvieron que vender totalmente por un pedazo de amor pero la vida se quedó con nosotros y nos obligó a vivir despiadadamente ocurriera lo que ocurriera.
Nosotros dos estábamos condenados a seguir vivos, con los ojos abiertos, sin darle nunca las espaldas al horror.
No sólo asesinaron brutalmente a uno de nuestros hijos, a Pablito, en medio de la calle, casi delante de nuestros propios ojos, sino que todos los días, por la televisión, miles de jóvenes como Pablo morían delante de todo el mundo sin que nadie hiciera nada.
Todos exclamábamos, ¡Qué horror! ¡Qué horror! pero nadie podía hacer nada. La policía estaba comprometida en ciertos tráficos ilegales u otras yerbas. Los estados eran gobernados con el dinero del contrabando de drogas y de armas, hasta nucleares y todos nos mirábamos unos a otros y exclamábamos, ¡Qué horror! ¡Qué horror!
Y cuando no los mataban a los 20 años, los empezaban a violar a los 5, a los 7, a los 9 años. Y hay un montón de diversiones organizadas por compañías, se podría decir de turismo, donde niños y niñas de esa edad y sus mutilaciones, maltratos y vejaciones, son en algunos casos la diversión de jueces, magistrados, uno que otro presidente de algo, locutores de radio y maestros, ¿te das cuenta lo que nos hicieron ver? Los maestros de la escuela, vejaban y maltrataban a los niños, en lugar de educarlos. ¡Qué hijos de puta! Y nosotros no podíamos morir, tampoco podíamos cerrar los ojos.
Miguel Oscar Menassa
De "Cartas a mi mujer", 2000
Miguel Oscar Menassa
De "Cartas a mi mujer", 2000
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