Cuando pequeño escuchaba hablar a los mayores:
Ella, un día, abriría sus puertas,
para que yo entrara, por fin, a la vida.
Joven príncipe entrando al palacio que le corresponde.
Yo crecía
y mis amigos crecían
y todo era esperanza.
Estábamos aniquilados por una ilusión:
Ella un día abriría sus piernas, sus puertas, sus ventanas
y nosotros entraríamos en ELLA como ELLA en nosotros
y, en ese instante, el reino de los cielos en la tierra,
sería la cultura.
Con el tiempo, esperando y haciendo nuestras cosas,
-esperando de día, haciendo nuestras cosas por la noche-
fuimos transformando todas las ilusiones en banderas.
Salimos a la calle para gritar:
¡la cultura es nuestra!
¡la poesía al pueblo!
¡la mujer a la poesía!
Gritábamos de todo, después,
percibimos los aullidos de Hiroshima,
empobreciendo cualquier dolor.
Dejamos de gritar.
Con los dientes apretados,
con una palpitación interior, increíble,
como si la vida fuera eso, apretar los dientes.
En la quietud de ese silencio pasaron años.
Éramos empecinados, amábamos con fervor las ilusiones
y esa pasión entre los hielos,
fuego brutal que aún me sobrevive
y canta en el propio centro del silencio mortal,
-que me sobrecoge para matarme-
una canción,
última entre tus brazos.
Adiós,
viejo deleite cuando niño
y pensaba llegar a las estrellas.
Mi señora, guardaré en mi corazón las huellas
de haber hecho el amor con usted y algún día,
no me lo perdonarán y, sin embargo, me confieso:
Yo fui feliz entre sus carnes de violetas
Cuántas veces un soneto hizo estallar mi corazón de porvenir.
Cuántas veces la armonía, la perfecta armonía, vuestro Dios,
hizo que de mis ojos cayera una lágrima.
Y acunando a mis hijos,
supe recitar, acompasadamente,
de los grandes poetas, los mejores versos.
Y viajé por las sílabas buscando la longitud exacta de la noche.
Y calculé el destino de una vocal durante años.
Y me até a las palabras.
Y viví maniatado entre las hojas de los libros.
De seguir por ese camino me tocaba la gloria,
más, una tarde, inexplicablemente, comencé a crecer.
Las palabras no cabían en las frases.
Las frases se caían de la página.
Mis sentimientos agrandaban el corazón del mundo peligrosamente.
Y al caminar,
tropezaba con las palabras
y caía.
Una
y otra vez.
Y las palabras se metían por mis ojos abiertos
y me dejaban ciego, y ahí,
precisamente, vacío de negruras,
transparencia donde la blancura hace pensar en el infierno,
la Poesía me tendió su mano y en esa algarabía,
-borrachos de habernos encontrado-
rompimos,
trastabillando juntos, todas las barreras.
Ella deformó su ser en el encuentro
y yo,
entregué mi vida en el adiós.
Miguel Oscar Menassa
De "La patria del poeta"
para que yo entrara, por fin, a la vida.
Joven príncipe entrando al palacio que le corresponde.
Yo crecía
y mis amigos crecían
y todo era esperanza.
Estábamos aniquilados por una ilusión:
Ella un día abriría sus piernas, sus puertas, sus ventanas
y nosotros entraríamos en ELLA como ELLA en nosotros
y, en ese instante, el reino de los cielos en la tierra,
sería la cultura.
Con el tiempo, esperando y haciendo nuestras cosas,
-esperando de día, haciendo nuestras cosas por la noche-
fuimos transformando todas las ilusiones en banderas.
Salimos a la calle para gritar:
¡la cultura es nuestra!
¡la poesía al pueblo!
¡la mujer a la poesía!
Gritábamos de todo, después,
percibimos los aullidos de Hiroshima,
empobreciendo cualquier dolor.
Dejamos de gritar.
Con los dientes apretados,
con una palpitación interior, increíble,
como si la vida fuera eso, apretar los dientes.
En la quietud de ese silencio pasaron años.
Éramos empecinados, amábamos con fervor las ilusiones
y esa pasión entre los hielos,
fuego brutal que aún me sobrevive
y canta en el propio centro del silencio mortal,
-que me sobrecoge para matarme-
una canción,
última entre tus brazos.
Adiós,
viejo deleite cuando niño
y pensaba llegar a las estrellas.
Mi señora, guardaré en mi corazón las huellas
de haber hecho el amor con usted y algún día,
no me lo perdonarán y, sin embargo, me confieso:
Yo fui feliz entre sus carnes de violetas
Cuántas veces un soneto hizo estallar mi corazón de porvenir.
Cuántas veces la armonía, la perfecta armonía, vuestro Dios,
hizo que de mis ojos cayera una lágrima.
Y acunando a mis hijos,
supe recitar, acompasadamente,
de los grandes poetas, los mejores versos.
Y viajé por las sílabas buscando la longitud exacta de la noche.
Y calculé el destino de una vocal durante años.
Y me até a las palabras.
Y viví maniatado entre las hojas de los libros.
De seguir por ese camino me tocaba la gloria,
más, una tarde, inexplicablemente, comencé a crecer.
Las palabras no cabían en las frases.
Las frases se caían de la página.
Mis sentimientos agrandaban el corazón del mundo peligrosamente.
Y al caminar,
tropezaba con las palabras
y caía.
Una
y otra vez.
Y las palabras se metían por mis ojos abiertos
y me dejaban ciego, y ahí,
precisamente, vacío de negruras,
transparencia donde la blancura hace pensar en el infierno,
la Poesía me tendió su mano y en esa algarabía,
-borrachos de habernos encontrado-
rompimos,
trastabillando juntos, todas las barreras.
Ella deformó su ser en el encuentro
y yo,
entregué mi vida en el adiós.
Miguel Oscar Menassa
De "La patria del poeta"
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