Comienzo a escribir y siento una ansiedad indescriptible. Se me mezclan y confunden algunos ruidos interiores con algunos ruidos exteriores. Dejo de escribir para prestar más atención a los ruidos.
Voces lejanas can
tan una ronda de paz y, más allá todavía de ese recuerdo infantil sonoro, oigo nítidamente los ruidos que se generan cuando una persona a las tres de la mañana está en el cuarto de baño. Algunos pequeños sonidos como metálicos y la voz siempre cantarina del agua, presencia inalterable, brutal presencia
de mí fuera de mí, perfecto enlace entre mi mugre y el olímpico mar.
Alguien, en el cuarto de baño junto a mi habitación, tomaba agua y hacía buches y después escupía. Se cepillaba las encías con fuerza y después volvía a tomar agua, hacer buches y escupir. De golpe sentí ruidos como que se miraba en el espejo y empalidecía.
Sin moverme del pequeño espacio de mi cama, me sorprende que conmigo viva más gente, pero me sorprende más aún conocer los ruidos que esas personas van produciendo cuando viven.
Esa persona era una mujer, y esa mujer era mi amante y padecía un fuerte dolor de muelas o de encías o de alguna cosa de esa zona de la cara, cerca del ojo, cerca de la nariz, cerca del oído, cerca de la boca, en plena piel. Un dolor tal que, si bien no haría imposible, perturbaría notablemente su capacidad de hablar, de oír, de gustar, de oler, de tocar.
Salió del baño y entró en su habitación y se acostó en su cama. Me acerqué en silencio, me senté al borde de la cama y comencé a liar un cigarrillo de yerba.
- Te traigo medicina –le dije mientras liaba–. Te hará bien fumar.
Y todavía antes de irme, besé con ternura más que con desmedida pasión por encima de las mantas, su sexo y levemente toqué con mis labios su parte dolorida, llegué a sentir que con ese gesto detendría el dolor, y volví a mi habitación. Volver a mi habitación siempre es volver a un mundo que desconozco.
Me recuesto sobre la cama y espero cualquier aparición. Fumo tabaco, porque también me gusta fumar tabaco, y el humo hace más espesa la niebla que me rodea y soñar en esos instantes donde todo es bruma, siempre es lo más fácil. En mi vida actual todo es espejismo, las cosas que soy carecen de ser. Extranjero, poeta,médico del alma.
Ser siempre extraño a mí mismo y enmudecer el alma para que, en ese silencio, se construya un universo humano que no me pertenezca.
Y en esa nada, escribir versos, hasta que la poesía alcance sorpresivamente la cumbre de mi ser y yo me dé cuenta de que ser es imposible para todos.
Después de momentos así, hago como que camino, como que beso apasionadamente a las mujeres en la boca, y me emborracho con los amigos como si viviera la vida plenamente. Y me visto y me peino para salir a la calle, y camino por la calle con elegancia y nunca nadie se da cuenta de que en mí, en el propio tiempo
de mi vida, anidan la bestia y el cantor.
La rauda bestia, embrutecida por el milagro de permanecer durante millones de años siempre igual a sí misma, y el cantor, la voz sonora y material de un humano futuro.
El drama es que ni la bestia ni el cantor pueden reconocer los derechos del otro.
Son dos fanáticos que, si no los detengo, se pasarán toda mi vida luchando en el propio centro de mis palabras, por mi cuerpo.
¿A qué pasión entregar mi cuerpo? Y a veces me quedo largas horas pensando ese problema.
Soy una leve palabra entre desiertos de silencio.
Si la bestia dejara de rugir, me digo (como si fuera posible acallar uno de los sentidos de lo humano), sería un gran escritor.
Si se callara el cantor, me digo (como si fuera posible acallar los gritos de la historia del hombre, pidiéndole al hombre humanidad), sería una bestia inolvidable
Miguel Oscar Menassa
De "Poética del exilio", 2011
de mí fuera de mí, perfecto enlace entre mi mugre y el olímpico mar.
Alguien, en el cuarto de baño junto a mi habitación, tomaba agua y hacía buches y después escupía. Se cepillaba las encías con fuerza y después volvía a tomar agua, hacer buches y escupir. De golpe sentí ruidos como que se miraba en el espejo y empalidecía.
Sin moverme del pequeño espacio de mi cama, me sorprende que conmigo viva más gente, pero me sorprende más aún conocer los ruidos que esas personas van produciendo cuando viven.
Esa persona era una mujer, y esa mujer era mi amante y padecía un fuerte dolor de muelas o de encías o de alguna cosa de esa zona de la cara, cerca del ojo, cerca de la nariz, cerca del oído, cerca de la boca, en plena piel. Un dolor tal que, si bien no haría imposible, perturbaría notablemente su capacidad de hablar, de oír, de gustar, de oler, de tocar.
Salió del baño y entró en su habitación y se acostó en su cama. Me acerqué en silencio, me senté al borde de la cama y comencé a liar un cigarrillo de yerba.
- Te traigo medicina –le dije mientras liaba–. Te hará bien fumar.
Y todavía antes de irme, besé con ternura más que con desmedida pasión por encima de las mantas, su sexo y levemente toqué con mis labios su parte dolorida, llegué a sentir que con ese gesto detendría el dolor, y volví a mi habitación. Volver a mi habitación siempre es volver a un mundo que desconozco.
Me recuesto sobre la cama y espero cualquier aparición. Fumo tabaco, porque también me gusta fumar tabaco, y el humo hace más espesa la niebla que me rodea y soñar en esos instantes donde todo es bruma, siempre es lo más fácil. En mi vida actual todo es espejismo, las cosas que soy carecen de ser. Extranjero, poeta,médico del alma.
Ser siempre extraño a mí mismo y enmudecer el alma para que, en ese silencio, se construya un universo humano que no me pertenezca.
Y en esa nada, escribir versos, hasta que la poesía alcance sorpresivamente la cumbre de mi ser y yo me dé cuenta de que ser es imposible para todos.
Después de momentos así, hago como que camino, como que beso apasionadamente a las mujeres en la boca, y me emborracho con los amigos como si viviera la vida plenamente. Y me visto y me peino para salir a la calle, y camino por la calle con elegancia y nunca nadie se da cuenta de que en mí, en el propio tiempo
de mi vida, anidan la bestia y el cantor.
La rauda bestia, embrutecida por el milagro de permanecer durante millones de años siempre igual a sí misma, y el cantor, la voz sonora y material de un humano futuro.
El drama es que ni la bestia ni el cantor pueden reconocer los derechos del otro.
Son dos fanáticos que, si no los detengo, se pasarán toda mi vida luchando en el propio centro de mis palabras, por mi cuerpo.
¿A qué pasión entregar mi cuerpo? Y a veces me quedo largas horas pensando ese problema.
Soy una leve palabra entre desiertos de silencio.
Si la bestia dejara de rugir, me digo (como si fuera posible acallar uno de los sentidos de lo humano), sería un gran escritor.
Si se callara el cantor, me digo (como si fuera posible acallar los gritos de la historia del hombre, pidiéndole al hombre humanidad), sería una bestia inolvidable
Miguel Oscar Menassa
De "Poética del exilio", 2011
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