Cuántas veces quise morir con tanto amor perdido,
con tantos trozos arrancados de mi propia carne.
Después no pude casi nada, mucho menos morir,
era hombre duro, por los golpes y tuve que vivir.
Cuando murió mi padre yo estaba en las montañas.
El, antes de morir, me escribió una pequeña carta:
-Usted debe quedarse donde está, haciendo lo que hace,
no abandone ni amores, ni trabajo, para verme morir.
Lentamente bajé de la montaña y me di cuenta
que, yo mismo, siguiendo el camino de mi padre,
era el pobre extranjero que vivía lejos de su familia,
sin poder remediarlo, ni aún, ante la muerte.
Y me quedé, donde había llegado, sin moverme
y tuve ansias que la mano negra del destino,
se partiera en mi rostro, segara mi existencia,
pero no fue posible para mí, sino seguir viviendo.
Cuando murió mi madre ya no había montañas
y yo mismo, estaba al borde mismo de la muerte.
Haciendo infinitos esfuerzos para salvar mi vida
no pude darme cuenta: amada madre había muerto.
Hoy día, todavía, no puedo recordarla sino viva
y cuando pasan meses sin recibir, de ella, nada,
ni siquiera una carta, delicada, para decirme:
pequeño mío, hermoso, tanto te quiero, hijo.
Y cuando ni siquiera se me aparece en sueños
y nadie me habla de ella, no la concibo muerta,
pienso que está muy enojada por mis locuras,
por mi manera de vivir, tan lejos de su amor.
Sueño que un día, al levantarme, por la mañana
estamos todos juntos sentados alrededor del fuego,
conversando con grandes jefes indios, del futuro.
Bajo el cielo, Caupolicán, mi madre y yo pequeño.
Indios que fueron lo perdido primero,
herencia cultural arrancada del alma,
cuando pusieron en mis hambrientos labios
el verbo amar, morir, en lengua castellana.
Ni Buenos Aires me quedaría para amar.
La historia americana se metió en mi cabeza
y ardiente y en voz baja me lo dijo todo:
Nadie te matará, poeta, te tocará el exilio.
Y para no morir, aún, abandoné mi patria
y fue brutal la travesía transoceánica,
desde el jardín de las delicias en América
a la reseca y árida meseta castellana.
Ya estaba claro cuánto había perdido,
en apariencia sólo quedaba mi juventud,
mis hijos, mi fuerza de trabajo intacta,
mis pobres versos al viento de la tarde.
Mas lo que había en mí era la nada, nada,
violencia de dejarme explotar por la comida
y cuando conseguía levantar la cabeza,
alguien, con terquedad, me la golpeaba.
Mirando toros bravos en las corridas
y esos toreros diestros hasta el hartazgo,
me hice experto en verónicas y, por fin,
conseguí romper del todo mi mala racha.
Un puesto en el mercado de las palabras
me permitió ir ganando algunos cuartos.
Con algo en mis bolsillos, abandoné Madrid
y fui a dar con mis huesos en Arganda.
Escribiendo y trabajando duro, todo el día,
conseguí que se abrieran para mi vida
una casa con jardín a la calle, un coche
y colegios decentes para todos mis hijos.
Y así fuimos muy felices después de tanto,
después de tantos años de trabajos forzados,
después de tantas lágrimas y tantos resquemores,
en espléndidos días del verano conocimos el mar.
Mas la felicidad, la dicha, no duró casi nada,
al poco tiempo de volver de nuestro veraneo,
en plena calle, en una noche aciaga y traicionera
en Arganda del Rey, asesinaron a mi hijo Pablo.
Y ya no hubo ni sueños, ni montañas,
ni dolor suficiente, ni siquiera palabras,
ni los grandes jefes indios bajo el cielo,
ni gargantas de odio, ni manos de venganza.
Sólo estos versos sueltos, esta nada de nada.
Miguel Oscar Menassa
De "Amores perdidos", 1995
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