Cuando ella ponía sus gritos en el cielo,
yo la contemplaba como si morir fuera poco
y tratando de imitar sus aullidos de amor,
le gritaba en el cuello: soy tu hombre.
Cuando ella volvía del cielo en llamaradas,
yo la contemplaba como si vivir fuera todo.
Y el fuego de sus ojos anidaba en mi sangre,
su ardiente fe, despedazada en mis ardores.
Después, diluídos sus gritos, ojos cerrados,
entrábamos en la vasta zona del silencio.
Un cigarrillo o dos, alguna palabra distraída.
Después, aún. agotadas la comida y el agua,
agotados los suspiros, los fuegos, los ojos,
nos corríamos, vivos y muertos, hasta el amor.
Miguel Oscar Menassa
De "Poemas y cartas a mi amante loca joven poeta psicoanalista", 1987
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