Escribir, ciertas noches,
es como jugar al ajedrez,
entre jugada y jugada, entre letra y letra,
siempre hay tiempo para los sueños.
Mortaja y cruz,
pequeñas sandalias descuartizadas,
pequeño pescador ahogado por el peso de la pesca.
Mi cuerpo es débil y deforme,
en el fondo del mar entre los peces.
Mi rostro helado,
violento azul contra las tenues escarchas marinas,
mi rostro,
piedra endurecida por el ir y el venir de las mareas,
mi rostro,
acerado límite donde la verdad se desvanece.
Brújula definitivamente desviada,
toco fondo,
y entre los corales,
abejas y mieles hambrientas devoran mi mirada.
El musgo bajo los pies descalzos tiene un olor a viejo,
a recuerdo infantil en el cordón de la vereda,
esperando crecer,
esperando encontrar algún tesoro en los desagües.
Viviendo cerca de la nada,
nos decían,
cualquier futuro es promisorio.
Viviendo mal,
se tienen esperanzas.
Miguel Oscar Menassa
De “La patria del poeta”, 1991
viernes, 23 de septiembre de 2011
miércoles, 21 de septiembre de 2011
POEMA
Ojos de azúcar, miel, eterno dolor,
tus ojos militantes, tus tetas,
enloquecidas banderas de alegría,
giros de luz, caliente magnitud celeste,
tu sexo, abierto a los vendavales,
a las borrascas milenarias,
de mi famoso sexo americano.
Serás, fuera de nosotros,
pálida luna abierta,
infinita y abierta, vacía y loca.
Soy lo que del Inca queda para el amor.
Un incendio entre las cataratas,
una piedra grabada con los dientes,
una escritura descomunal entre las piedras.
Soy el que inventó el amor, la muerte del Inca,
un pedazo de cielo triturado por gigantescas olas,
contra los acantilados y el silbido del tiempo.
Miseria y soledad y ¿quién puede más?
Un hambre inmemorial, un vicio:
haber nacido antes, origen del origen,
escritura sobre escritura entre las piedras.
Y, también, tengo en mi tierra:
olivos
y azúcares
y malva
y rojas manchas de sangre entre las letras.
Apasionado cantor, obrero del verbo,
soy el que se mueve por encima de todo.
Más allá de los Cristos y de los Himalayas,
vuelo más alto que los jinetes de la muerte,
porque vuelo en todas direcciones.
Soy el que se bambolea de un lado para otro.
Un verdadero juego de azar,
sin principios, sin fin, sin ilusiones.
Ni siquiera un camino más corto para llegar.
Buscad, entre las perlas del profundo mar,
entre las caracolas, las huellas de mi paso.
Olímpica llama de amor,
en el fondo del mar.
Miguel Oscar Menassa
De "La patria del poeta", 1991
tus ojos militantes, tus tetas,
enloquecidas banderas de alegría,
giros de luz, caliente magnitud celeste,
tu sexo, abierto a los vendavales,
a las borrascas milenarias,
de mi famoso sexo americano.
Serás, fuera de nosotros,
pálida luna abierta,
infinita y abierta, vacía y loca.
Soy lo que del Inca queda para el amor.
Un incendio entre las cataratas,
una piedra grabada con los dientes,
una escritura descomunal entre las piedras.
Soy el que inventó el amor, la muerte del Inca,
un pedazo de cielo triturado por gigantescas olas,
contra los acantilados y el silbido del tiempo.
Miseria y soledad y ¿quién puede más?
Un hambre inmemorial, un vicio:
haber nacido antes, origen del origen,
escritura sobre escritura entre las piedras.
Y, también, tengo en mi tierra:
olivos
y azúcares
y malva
y rojas manchas de sangre entre las letras.
Apasionado cantor, obrero del verbo,
soy el que se mueve por encima de todo.
Más allá de los Cristos y de los Himalayas,
vuelo más alto que los jinetes de la muerte,
porque vuelo en todas direcciones.
Soy el que se bambolea de un lado para otro.
Un verdadero juego de azar,
sin principios, sin fin, sin ilusiones.
Ni siquiera un camino más corto para llegar.
Buscad, entre las perlas del profundo mar,
entre las caracolas, las huellas de mi paso.
Olímpica llama de amor,
en el fondo del mar.
Miguel Oscar Menassa
De "La patria del poeta", 1991
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domingo, 18 de septiembre de 2011
LIBERTAD DIVINO TESORO
Soy un hombre de ciudad,
un hombre,
condenado a vivir entre las piedras.
Crecí entre el percal de los vestidos
y las babas de una señora inalcanzable,
la libertad.
Crecí sin vida interior,
en el pecho llevo un farol,
pequeña, simple luz y escribo versos.
En mi ciudad
cuando mueren algunos, alguien canta,
tenue luz,
murmura por las noches una tristeza,
un vendaval de furias,
repetición donde la muerte tiene su palabra.
De niño me dijeron que amáramos a Evita
y Evita estaba muerta
y yo la amé como se aman las sombras de la noche
y entre sus brazos y las sombras seríamos millones.
Un recuerdo:
fue muerto por la espalda, mi primo, Miguel Ángel,
como se mata a quien no se puede soportar la mirada.
Cuando murió Miguel, mi primo hermano, tuve un dolor,
una claridad definitiva y, sin embargo,
al otro día amanecí cantando.
Me fui quedando ciego,
de ver morir, de mirar matar,
de ver pasar a tanta gente indiferente.
En los ojos tenía gotas de sangre,
ardientes manchas de violencia en mis ojos.
Un odio, un amor, una lejanía sobre todo.
Bramidos ocres, quejidos de la bestia,
destrozados por la ilusión de ser,
por la ilusión de comerme las flores
y tus ojos
y las cosquillas en tus pies
y mis feroces mordiscos en tu sexo,
como si tu sexo fuera el fruto perdido del hombre
aquel limón, aquella manzana inolvidable.
La libertad se fue poniendo joyas,
piedras preciosas entre sus blancas sedas
y entre sus carnes, oro.
Se fue tornando inaccesible monstruo de la lejanía
y, entonces, fui creciendo entre las sombras
y entre las sombras amé la libertad:
fantasma acuático,
alondra muerta para siempre,
entre las pieles de vos,
señora lejana, perdida libertad.
Miguel Oscar Menassa
De "El amor existe y la libertad", 1984
un hombre,
condenado a vivir entre las piedras.
Crecí entre el percal de los vestidos
y las babas de una señora inalcanzable,
la libertad.
Crecí sin vida interior,
en el pecho llevo un farol,
pequeña, simple luz y escribo versos.
En mi ciudad
cuando mueren algunos, alguien canta,
tenue luz,
murmura por las noches una tristeza,
un vendaval de furias,
repetición donde la muerte tiene su palabra.
De niño me dijeron que amáramos a Evita
y Evita estaba muerta
y yo la amé como se aman las sombras de la noche
y entre sus brazos y las sombras seríamos millones.
Un recuerdo:
fue muerto por la espalda, mi primo, Miguel Ángel,
como se mata a quien no se puede soportar la mirada.
Cuando murió Miguel, mi primo hermano, tuve un dolor,
una claridad definitiva y, sin embargo,
al otro día amanecí cantando.
Me fui quedando ciego,
de ver morir, de mirar matar,
de ver pasar a tanta gente indiferente.
En los ojos tenía gotas de sangre,
ardientes manchas de violencia en mis ojos.
Un odio, un amor, una lejanía sobre todo.
Bramidos ocres, quejidos de la bestia,
destrozados por la ilusión de ser,
por la ilusión de comerme las flores
y tus ojos
y las cosquillas en tus pies
y mis feroces mordiscos en tu sexo,
como si tu sexo fuera el fruto perdido del hombre
aquel limón, aquella manzana inolvidable.
La libertad se fue poniendo joyas,
piedras preciosas entre sus blancas sedas
y entre sus carnes, oro.
Se fue tornando inaccesible monstruo de la lejanía
y, entonces, fui creciendo entre las sombras
y entre las sombras amé la libertad:
fantasma acuático,
alondra muerta para siempre,
entre las pieles de vos,
señora lejana, perdida libertad.
Miguel Oscar Menassa
De "El amor existe y la libertad", 1984
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